Una familia llegó a su casa de fin de semana, se instaló y se propuso a hacer tareas del hogar. El papá salió rumbo a la ferretería y Toto, rebelde con sus 14 años, primero dudó en seguirlo. Pero luego lo pensó un poco más y decidió salir tras él. Para sus padres, su autismo es un aprendizaje constante. Apostando a la confianza y a la tranquilidad del pueblo su mamá lo dejó ir. En el camino sucedió el desencuentro. Y de allí las interminables horas de espera. El pueblo salió a la calle y se unió en su búsqueda. La odisea terminó con final feliz cuando a la mañana siguiente lo halló un puestero de un campo, a unos kilómetros del casco, a la vera del río.
Tomás Agustín Santos es un adolescente que llegó para desafiar todo a su alrededor. Sus papás y sus hermanas entendieron de respetar sus tiempos, su carácter y sus espacios. No fue sencillo, pero el amor junto a su capacidad para interpelarse y los profesionales que los acompañan constantemente, hicieron el mejor contexto para el aprendizaje mutuo luego del diagnóstico de autismo.
Oliveros es una localidad del departamento Iriondo, en Santa Fe, a unos 45 kilómetros de Rosario. Se caracteriza por su naturaleza delineada por el vaivén natural del río Carcarañá. Lleno de verdes y marrones, elegido para disfrutar de su tranquilidad. De muchas casas de fin de semana y campings. Con unos seis mil habitantes que se multiplican los sábados y domingos.
La familia rosarina, descubrió en el pueblo una oportunidad de afianzarse, tender diálogos y reconectarse con el medio ambiente. No sin miedos, claro. En ese trabajo constante, de gran impacto positivo, se inscribió lo que sucedió este fin de semana.
El papá de Tomy se puso con tareas del hogar y con proyectos de reparar algunas máquinas salió en la soleada tarde de diciembre rumbo a la ferretería. “Toto queres venir, vamos con tu primo”, le dijo. La respuesta fue un rotundo no, casi sin mirarlo. Lilian, su mamá, jugaba con sus hermanas. Lo pensó un poco más y minutos después avisó que saldría tras ellos, que los iba a acompañar.
No era la primera vez que salía al pueblo, aunque si la primera vez que se animaba solo. Aparecieron algunas contradicciones, pero la sonrisa de su mamá le indicó el sí. Esta vez elegía estar afuera. Tomó su bicicleta azul con letras verde fluo y salió.
Media hora después el papá y el primo de Toto estaban en la casa y anunciaban que no se habían cruzado. Tratando de mantener la calma esperaron unos minutos más. Después salieron a buscarlo por el recorrido. Nada. Nadie de los suyos sabía nada. Nadie lo había visto. La preocupación iba en aumento. Decidieron avisar a las autoridades.
Dos horas después, ya cruzando las 15, la familia llegó a la comisaría para alertar y pedir ayuda. Lo mismo hicieron con el control urbano. En principio el sondeo fue por los lugares comunes, los que solían frecuentar y los que habían visitado desde su último arribo. Allí confiaron que el día anterior había acudido a Puerto Gaboto, un pueblo pesquero vecino a unos 15 kilómetros.
Llegando a las 18 horas y sin noticias, visitaron la radio. Una vez que se oficializó la denuncia, pasadas las 20 IRE difundió su foto en sus redes sociales. Caía la noche y la angustia los invadía. Convocaron al cuartel de Bomberos Voluntarios y se armó una mesa de trabajo. Lo primero fue conseguir sus últimas prendas para que los perros detecten su olor en un rastrillaje que empezaría recién a primera hora del día siguiente.
“No podemos esperar. Puede estar asustado o necesitar ayuda”, se escuchó de una de las autoridades presentes con la vista clavada en el mapa del pueblo. Toto no había pasado nunca tanto tiempo solo, menos perdido, y los miedos abrumaban a los suyos. Casi sin decir palabras, los referentes institucionales se coordinaron, decidieron hacer un llamado a la solidaridad para que entre vecinos salgan a buscarlo y la cita fue a las 22 en el cuartel de bomberos.
Las horas siguientes fueron impactantes. No hubo nadie que se quedara en su casa. Caminando, en bicicleta, motos o autos. Familias enteras, mamás con cochecitos, adolescentes en grupos. Todos con linternas, alumbrando los rincones y gritando el nombre “Tomás”. Nadie lo conocía y eso no importó. La solidaridad abrazó a la comunidad, la empatía invadió, la desesperación se volvió colectiva.
El personal del cuerpo activo por más de cuatro horas dividió tareas, a los grupos de vecinos por sectores con un mapa que se fue gastando y también se sumó al rastrillaje. Pero no hubo novedades. Las teorías sobre lo que podría haberle pasado, sólo de pensarlas o conversarlas entre pares, generaban nudos en la garganta. Los recorridos llegaron a caminos rurales, y hasta pueblos vecinos se sumaron a la búsqueda: Maciel, Carrizales, Puerto Gaboto. Todos los que se conectan por caminos rurales.
Esa noche, exhausta Lilian se acostó en el pasto, afuera de su casa después de haber buscado por largas horas. La luna llena, grande y redonda la atrajo. Recién terminaba de conversar con sus hijas sobre por qué ellas no habían sido parte de la abrumadora tarde y les prometió que juntas irían al día siguiente a la plaza a buscar a su hermano. Quizás se había quedado jugando y se le pasó la hora. No quería alarmarlas, pero sobre todo la invadía una extraña sensación, en medio del contexto, de que todo estaría bien.
A las seis de la mañana ya habían llegado las dotaciones de bomberos de la región y los perros de rastrillaje. Eran pocos los vecinos que quedaban pululando en las calles, pero no había ni uno sólo que no estuviera al tanto de la búsqueda. El sol intentaba abrirse paso en una tormentosa mañana, llena de nubes grises que amenazaban con una tormenta en breve.
Otra situación más que se ponía adversa. La localidad tenía un movimiento particular, no había dormido de tanto buscar. No faltaban lágrimas en los ojos, pero decían más que la angustia de la preocupación, gritaban que una causa común, mayor, les había suplicado que dejen la comodidad de su hogar para pensar en el otro. Todos preguntaban en las esquinas, y las conversaciones giraban en torno a Toto.
Pasadas las 7 de la mañana cuando la brigada K9 y acuática de bomberos se disponía a comenzar su recorrido, sonó el teléfono de la policía. Era un puestero rural de 50 años que anoticiaba que en su recorrida encontró a un niño a la vera del río que le pidió ayuda. A la par tenía su bicicleta pinchada. Y así, sin saber de todas las andanzas de la noche anterior, Néstor Fabián López se convirtió en el héroe que todos estaban esperando.
López llevó hasta su humilde casa al pequeño, lo abrigó y le dijo que todo estaría bien, que su mamá ya estaba yendo a buscarlo. Cuando se vieron, llenos de cansancio y tierra, Lilian y Tomas se fundieron en un interminable abrazo. Se extrañaron, y después de tomar agua y pasar por el centro de salud se prometieron contarse la historia de aventura vivida.
“Hay que destacar que la región se movilizó, fue impresionante la cantidad de voluntarios que colaboraron en la búsqueda. Hay que enfatizar la humanidad de todos”, expresó en IRE Ariel Canavo, jefe de zona a cargo de la comisaría de Oliveros.
En medio del alboroto Tomás no tomó dimensión de todo lo que había sucedido a su alrededor. Él salió de su casa buscando a su papá, iba tan fuerte en la bici que el viento que le pegaba en la cara en medio de tanto calor lo distrajo. Quizás saboreó un poco de más la libertad, pero sabía a dónde quería ir. Cuando miró alrededor observó algunas cuadras que no le sabían familiares, entonces siguió pedaleando. Uno, dos, tres kilómetros y todo se hizo campo.
La ruta nacional 11 le presentó una gran arboleda, una fábrica de pinturas y una curva. Le pareció que ya había hecho un trayecto muy largo y dobló. En el mientras tanto varios vecinos lo vieron pasar, sonriente, de buen ánimo. La sensación de que algo podría estar mal llegó con el atardecer. Estaba cansado y tenía un poco de frío. Pero no se asustó.
Encontró a la vera del río animalitos desconocidos, donde cruzó alambrados y recorrió otros kilómetros caminando con su bicicleta a la par. Y se quedó mirando largas horas unas hormiguitas negras que iban y venían. Se trepaban a las hojas y hacían camino. Incluso algunas lo picaron. A la noche no pegó un ojo, sabía que su familia estaría preocupada por él. Miró la luna llena, grande y redonda, y supo que todo estaría bien.
Al salir el sol volvió al ruedo con su recorrido para regresar a casa, vio a un hombre en el medio del campo y le pidió ayuda. Fue a su casa y minutos después los brazos de su mamá le confirmaron que todo había llegado a su fin.
“Estoy eternamente agradecida”, expresó Lilian, su mamá, resaltando el compromiso y la ayuda de la región en el operativo de búsqueda inédito. “Se caminó el pueblo entero, buscando lote por lote, manzana por manzana”, señaló el jefe del cuartel de Bomberos, Esteban Jiménez.
Para cuando la lluvia llegó Toto le había pedido una torta de chocolate a su abuela, le dijo que tenía mucho hambre y que después de descansar les iba a contar toda su historia. Esa que en paralelo, atravesó a todo un pueblo que no durmió, donde reinó la solidaridad, donde la espera fue compartida.
Una vez más, Tomy fue testigo y parte, de que vale la pena abrirse a otros límites, escuchar sin juzgar y empatizar. Pero esta vez, Oliveros escuchó la lección.