Sentada en el living de su casa, cubierta de papeles y con los ojos brillosos. “Aunque me veas así, adentro soy un rompecabezas. No puedo más”, aclara la mamá de una nena que concurre a uno de los últimos grados de la escuela primaria.
Explica que comenzaron diciendole cosas, haciendole burlas hasta que avanzó con el corte del pelo, y luego golpes con un juego de “piñas patadas” del que la niña es víctima pero nunca participa. La madre relata que “hace tres años” va todas las semanas por un u otro reclamo, pero las respuestas son siempre las mismas: “Estamos trabajando”, “Ya citamos a los padres”, “No vimos nada”, “No sabiamos eso que nos contás”.
Ante las evasivas determinó llevar por escrito el recorrido de reuniones que tuvo, viendo en paralelo que el ánimo de su hija empeoraba. La última semana solicitó el protocolo de actuación, que le iban a mandar el viernes pasado, pero no llegó.
Por momentos baja la mirada, pero otros la fija con decisión. Con una gran tristeza, la mujer narra que con el correr de las semanas los sucesos se pusieron cada vez más violentos, y la resistencia de la pequeña más débil. Un día cuando regresó de la escuela su madre la notó más callada de lo habitual, le consultó qué le pasaba, y luego de insistir le explicó que su carpeta estaba destruida porque se la habían pateado.
“Ese fue el límite para ella”, aclara la mamá. Con un gran promedio escolar comenzaron a notar que hace tiempo no quiere ir a la escuela. Pero el límite lo encontró ese día cuando triste reconoció que no quería seguir viviendo así. Las lágrimas inundaron los ojos de la mujer, indignada por no encontrar qué hacer, o respuestas ante sus continuas necesidades.
Luego de otros indicios graves, la niña comenzó con contención psicológica. Los cuidados son minuciosos, pero la sensación de angustia no para. “Sabes lo que es ver que tu hija ya no sonrie, le pido como mamá que por favor me escuchen. No puedo más”, vaticina con sinceridad y gran dolor. Otro caso de bullying vuelve a pedir que por favor no seamos cómplices.