La violación y muerte de Marlene Franco la conmovió de una manera especial. De pronto todo aquello que había guardado bajo siete llaves comenzó a aflorar, a invadirla, a interpelarla. Treinta años después, IRÉ descubrió una historia tan dolorosa como aberrante: Un hombre la violó durante ocho meses cuando iba a trabajar con apenas trece años y como consecuencia tuvo una hija. Nadie la ayudó, ni el hombre fue condenado. Ambos hoy conviven en el mismo barrio de Oliveros.
Su familia llegó del norte con intenciones de una nueva vida, eran diez hermanos. La situación económica era compleja, por eso cuando una señora pidió a alguien para trabajar no dudaron en ofrecer a una de sus hijas con apenas trece años. Su función era cuidar a una pequeña de tres meses mientras su mamá trabajaba. Y casi sin querer, con la ilusión de unas monedas en el bolsillo fue el principio del fin de su niñez.
“Tenía trece años. Iba a séptimo grado porque repetí un año, iba a la escuela primaria”, recuerda la mujer y agrega: “Una señora fue a hablar con mi papá para que le cuide una bebé, y mis papás me mandaron. Me acuerdo que iba a la escuela, y después cuidaba la nena. No recuerdo en qué mes comencé a trabajar, iba también los sábados y domingos”.
En la casa que se especializó de niñera vivía un matrimonio, un joven de más de veinte años y la bebé. “Al muchacho nunca lo había visto, la mamá me dijo que su hijo estaba en una puerta que siempre estaba cerrada, pero que no salía. Pero después de un tiempo cuando la señora se iba, empezó a salir. Habrá tenido unos 25 años, era un hombre grande para mí”, explica con el mate en la mano y el grabador de IRÉ atento sobre la mesa.
Las primeras semanas fue contenta, pensar en que podía tener su plata y redundar en beneficios para ella y sus hermanos la satisfacía. Pero en un momento todo cambió: “Hacía más o menos un mes que estaba trabajando y empezó a decirme cosas y yo agachaba la cabeza y no decía nada”.
El inicio del suplicio
Hasta que sucedió lo peor: “Un día la señora dijo que no iba a venir al mediodía porque tenía que trabajar. Ese día llegué a su casa y él estaba en su pieza, fui a la pieza de la nena que como era bebé dormía y me quedaba con ella. Al rato vino él y empezó a querer tocarme. Yo le decía que saliera, que me deje. Y no paró, no tenía forma de salir, de correr, porque estaba todo cerrado. Hasta que agarró el revolver que tenía en la cintura y me dijo: “Veni y quédate quieta””.
Los recuerdos le nublan la mirada, aprieta los puños, revive el horror: “Cuando terminó estaba todo lleno de sangre. Pegó un tiro en la ventana y me dijo: “Vos llegas a contarle a alguien y uno de esto va a ir para una de tus hermanas”. Me hizo bañar, limpiarme la cara de todo lo que lloraba, me hizo tomar té. Todavía la nena dormía”.
Y siguió: “Cuando cerró la puerta de su pieza me dijo “Te quedas acá y cuando venga mi mamá no decís ni A”. Me quedé como pensando en qué hacía, que decía, no sabía. Fue horrible ese momento, el forcejeo, la agarrada de pelo, el arma. No sabía para donde disparar, se me puso todo blanco. A las horas salió y me amenazaba, me decía: “Sé todo de tu vida, a qué hora salen tus hermanas, qué hacen. Y me puntualizó una hermana que pasaba a las diez de la noche que iba a la nocturna””.
El relato parecía un cuento de horror, durante años lo guardó, como aquella vez asustada por lo que había vivido: “Llegó la señora me preguntó cómo estaba todo, le dije todo bien. Me dijo que me notaba rara, y le dije que estaba cansada. Después llegue a mi casa y no sabía qué hacer. ¿Si le decía a mis papás y me retaban o pegaban? Me bañé, me acosté sin comer nada, cerraba los ojos y sentía lo que me había hecho”.
Al otro día no quiso ir a trabajar, pero su papá le hablaba de la importancia del compromiso y la responsabilidad. “A lo último me levantaba e iba, no le podía decir por qué no quería”, detalla con los puños apretándose los ojos, tratando de contener las lágrimas: “Y así fue como todos los días era ir y me agarraba cuantas veces quería. Y no me quedaba otra que hacer lo que él quería”. Así estuvo ocho interminables meses, mientras su sonrisa de niña se apagaba. Le pegó, la empujó, la violó siempre a punta de un arma.
Dentro de su ingenuidad no tardó en querer esconderse: “A veces mi papá me mandaba y yo me escondía en una tapera un rato, pero pensaba si la señora me va a buscar a mi casa ¡qué le decía a mi papá! Entonces iba a cuidar a la nena. Este tipo siempre me decía: “Vos llegas a faltar, le llegas a decir a mi mamá, ya sabes que te va a pasar””. Las amenazas eran constantes, como la tortura que vivía.
Una mirada atenta
El desencadenante para que cambie la situación fue la mirada atenta de una catequista: “Un día en catecismo la señora que me daba me decía que me notaba rara. Me decía vos venís acá, pero no estás acá. ¿Tenes algún problema? No, no le repetía. Un día me dijo que me notaba mal, que me notaba más gordita. Ese día estábamos solas las dos y me dijo: A vos te está pasando algo. Y me dijo que había rumores de que estaba embarazada”.
Y se sinceró: “La verdad es que no tenía ni idea que si tenías relaciones podías quedar embarazada”. Indudablemente hace treinta años atrás no había educación sexual, y a los trece años la madurez era la de una nena que estaba recién conformándose: “Ese día hacía casi ocho meses que estaba trabajando, fui a catecismo y la mujer me volvió a preguntar y preguntar. Hasta que le terminé contando lo que me había hecho y le pedí que por favor no diga nada. Ella me dijo que estaba embarazada, y yo le decía que no. Y ahí me explicó. Me dijo que eso había que denunciarlo, que él no iba a matar a nadie, que había que hablar con mis padres. La mujer con el padre Daniel llamaron a mis papás, un día en su casa, y les contaron. Yo escuchaba desde la pieza gritos y gritos”.
El cura párroco de entonces le pidió a los padres que acompañaran a su hija en el proceso que debía enfrentar: “Le dijo que se dieran cuenta que ya no iba a ser más la nena que era, que jugaba, que iba a la escuela, que todo lo que hacía no iba a poder hacerlo más. Que iba a ser mamá. Ahí me empezaron a llevar al médico”.
“Yo sentía que yo tenía la culpa. Ese día fuimos a la pieza, me senté en el respaldar de la cama y pensaba que me iban a retar, a pegar. Y ahí mi papá me dijo que no importaba lo que había pasado, que ellos iban a estar siempre conmigo, que me iban a apoyar en lo que necesitara, que me iban a ayudar a criar a la bebé que tenga, que no me iban a dejar sola. Yo les decía que no, yo no quería lo que venía”, siguió.
Luego de enterarse de lo sucedido, con el corazón en las manos: “Mi papá fue a ver a la mujer, y le dijo que él le había confiado a su hija que cómo me habían hecho esto. Y la señora le dijo que era imposible que el hijo haya hecho eso”. Apenas a los tres meses de conocer la realidad nació su bebé, dejó la escuela, comenzó a trabajar y se convirtió en mamá. Adoraba jugar al elástico, con sus hermanas y hasta ir a la escuela pero de repente todo se terminó: “Nació un 24 de octubre, esa noche estaba la fiesta del club. Me llevó un remisero a Baigorria a que tuviera el bebé. Cuando nació no la podía ver, la empujé, le dije que no la quería”. Ahí empezó otro sufrimiento: “No la podía ni agarrar, la veía y veía la cara del tipo. Después vino una psicóloga y me empezó a hablar que el bebé no tenía la culpa de lo que me había pasado. No sé si fue cambiando, pero fui queriéndola, hoy me llevó re bien. No es mi hija, es como una hermana. Y así fuimos creciendo juntas”.
Y cuestiona: “Siempre me pregunté por qué no pasó nada, por qué no fue preso. Yo era una nena y él me arruinó la vida. Hoy tengo 43 años, y cuando lo cruzo se burla porque no le hice nada, o mis papás no le hicieron nada”. Con el dolor a flor de piel, y una historia que le pide a gritos salir para sentir que al menos hay algo de justicia, la mujer enfatizó: “Hoy él vive cerca de mi casa, un día salí a colgar la ropa y él levantó una escopeta y la sacudió, como diciendo ¿Te acordás? Como burlándose”.
El recuerdo estuvo años guardado, reprimido, escondido pero el caso de Marlene se lo arrancó del pecho: “Cuando pasó la violación y asesinato de Marlene me revivió todo lo que me había pasado, ahí recién hablé con mis hijos y le conté”.
Con versiones que no fue la única víctima de este hombre, ambos vecinos de Oliveros, la mujer necesita encontrar respuestas. Esas que nunca se animó a preguntar, o que no le dejaron. Le robaron su infancia, la convirtieron en mamá, tardó más de una década en conformar una pareja. No entiende porqué en la escuela no le preguntaron, o porqué en vez de cuestionarla no la ayudaron. El horror de lo vivido permaneció inerte, pero nunca cicatrizó. Dicen que no hay ciego peor que el que no quiere ver, y más pobre que el que no tiene corazón. Ella, no es sólo víctima de un tipo, de una familia, de una historia, sino de una sociedad que no la escuchó.