El panorama es de completo desamparo. Nada queda de los años de esplendor productivo con más de 600 empleados. Las ruinas del frigorífico de Maciel dejan en evidencia la desolación de los últimos tiempos. A una década del cierre definitivo, lo que lo convierte en noticia es el abandono, las roturas, los robos y los reiterados incendios que, según dicen los vecinos, son para “tapar lo que se llevan”. El último ocurrió el viernes y consumió buena parte de las instalaciones que aún permanecen en pie.

Sobre ruta 11 queda expuesto el frente, un lugar estratégico para el paso de los camiones que traían animales y se llevaban la carne para comercializar. Según los registros, la empresa funcionó hasta el 2009 cuando las decisiones productivas nacionales terminaron por condenarlo: dentro del cierre de 135 frigoríficos estuvo el último intento del gigante de Maciel.

El barrio San Cayetano, en honor a la capilla, tomó identidad de “Frigorífico” cuando los trabajadores decidieron quedarse en la zona. Aún hoy, en un breve recorrido, quienes pintan canas confían que le dedicaron unos cuantos años a algún sector de la empresa. Entre nostálgicos y enojados por presente, tienen la esperanza que se utilicen las hectáreas para satisfacer alguna necesidad como viviendas sociales o una nueva planta productiva. Cierto es que nada de eso está en marcha.

Rosa recibió a LaCapital con la sonrisa enorme y el mate en la mano, su marido José Alburúa pasó 32 años en el frigorífico. “Pepe le dejó su vida”, explica orgullosa. Al fondo del terreno, el hombre riega su quinta que se ve frondosa. A unos metros una radio a pilas y un sillón con un tupido almohadón rojo. Parece su lugar en el mundo, luego descubrimos que es el que se creó para satisfacer las ausencias de sus buenas épocas.

“Entré en el 86 y pasé por todos los trabajos”, narra José con una mirada de satisfacción. Y sigue detallando los sectores: “Entré en herrería, después pasé por el digestor en mantenimiento, ahí me capacitaron diciéndome que me iban a pagar más y no pasó, y fui a la parte de la caldera y terminé en la zona de máquinas”. Y bromeó: “Pero no fue lo único también estuve en portería, en la zona de camiones, y me mandaron cuando pusieron un frigorífico en el Chaco como operario para arreglar las máquinas”.

No hubo rincón que José no visitara, ni compañero que no conociera. “Era una familia, éramos muy unidos con mi grupo de trabajo”, expresa. Y todavía recuerda con culpa: “En 32 años falté cinco veces y con permiso”, luego puntualizó con precisión y en orden cronológico cada una de ellas. Pepe prefería llegar media hora antes, para conversar con quien dejaba el turno y estar “más suelto” a la hora de cumplir su misión.

Se jubiló pero nunca dejó de asistir: “Siempre que abrían me venían a buscar, y allá estaba, después de jubilado también fui. Hasta lo último”. Aunque nostálgico esgrimió: “Pasar por ahí me da mucha pena”. Confió que no volvió a ingresar desde aquella última vez que vio las puertas abiertas y a los compañeros en funciones. La tristeza lo invadió, se llenó de recuerdos y algún que otro reproche a la actualidad.

A pocos metros del predio principal del frigorífico estaba sentado en una silla de plástico mientras su sobrina y esposa lavaban la vereda Raúl Varela. Al consultarle sobre trabajadores se señaló el pecho. Los detalles fueron absolutos: “Entre a trabajar en el 69, estuve 24 años, tres meses y veintidós días”. Fue delegado y las historias de huelgas y puja de poderes no se le escaparon, cree que por eso también encontró el fin de sus días allí.

Pero no escatimó su sensación: “Gracias al frigorífico me hice mi casa y crie a mis tres hijos”. Ingresó en la planta en la zona del digestor donde se hacía la carne de harina para alimento de los animales y luego pasó al área de menudencia. Conoció a todos los empresarios y hasta se sentó con algunos a negociar. Mientras narraba los detalles, las mujeres alrededor sumaban sus recuerdos. Al concluir, todos coincidieron en el miedo que les genera atravesar esas cuadras de noche porque “es una boca de lobo”.

En frente de Raúl vive Roque Tano que detrás de la pequeña reja pidió disculpas por un problema de salud pero no dejó de contar lo vivido: “Trabajé 30 años hasta que me jubilé en la sala de máquinas”. Pero no tuvo demasiadas historias felices: “Recuerdo que trabajábamos sin franco, en horarios rotativos, en mi función había una sola persona por turno y las noches de tormenta eran terribles”.

La necesidad, las ganas de crecer, las horas compartidas, las peleas en los momentos de producción, las malas administraciones empresariales. El barrio se nutrió de cada uno de los laburantes. Maciel tuvo un reconocimiento especial en su momento de esplendor, que hasta el sindicato de la carne conserva hoy su sede en la localidad.

La foto actual nada tiene que ver con el pasado próspero. De acuerdo a las versiones el sitio es propiedad de una sociedad anónima con sus inicios en Uruguay, donde el mayor accionista falleció, al igual que su hijo que la administró años después, y queda una pelea de herencia entre tíos e hijos.

El jefe comunal de Maciel, Pedro Tobozo, le confirmó a LaCapital sus intenciones truncas de avanzar negociaciones con los propietarios. Al igual que sus deseos de reutilizar las hectáreas que quedaron en pleno corazón de Maciel.

El viernes 30 una vez más las llamas se propagaron por la planta, esta vez en la parte trasera donde funcionaba una cámara. Algunos afirmaron que había sido el último sector construido. Las dotaciones de Bomberos Voluntarios de Oliveros y Barrancas acudieron a sofocar el foco, con la misma percepción que en los últimos llamados: “Es intencional”.

Lo que queda por saquear o destruir es muy poco, cada vez menos. Las ruinas hablan por sí solas, y mientras las historias de vida se entrelazan con un tinte esperanzador, el gigante de la carne se proyecta en un sueño desolador.